María Fernanda Cartagena, en uno de los corredores del Museo del Alabado. Foto: Patricio Terán/ EL COMERCIO.
En un pequeño patio del segundo piso del Museo del Alabado hay una higuera. Frente a este árbol, de más de ochenta años, y rodeada por piezas precolombinas con más de 2 000 años de existencia, María Fernanda Cartagena, directora de este repositorio de la memoria, charla sobre la inmortalidad, una idea que ha preocupado a los seres humanos desde tiempos inmemorables y que ella matiza a través de sus intereses por las espiritualidades que se generan desde Oriente.
¿Qué le viene a la mente cuando escucha la palabra inmortalidad?
Pienso en esa preocupación permanente y milenaria del ser humano por la vida después de la muerte. Preguntarse por la inmortalidad es algo recurrente en nuestra historia, independientemente de la cosmovisión o espiritualidad que se tenga. Para mí, muerte e inmortalidad son dos conceptos con muchos matices y que siempre están cruzándose.
¿Cree que el anhelo de inmortalidad está relacionado con el temor de las personas a ser olvidadas?
Sí, me parece que en Occidente hay miedo a la muerte porque se la considerada como una fatalidad. Ese miedo se puede ver en los intentos de la ciencia por perpetuar la vida. Algo que si lo miramos con detenimiento puede ser extremo y hasta perverso. Esa idea de no aceptar la muerte y de querer perpetuarla en el tiempo podría ser dolorosa.
¿Por qué cree que a los seres humanos les fascina esta idea de alcanzar una inmortalidad física?
No creo que a todos les fascine. En varias culturas la muerte física es algo aceptado y ahí la inmortalidad toma otras dimensiones. Se tiene claro que el cuerpo es perecedero y que el alma se va reencarnando en otros cuerpos. El budismo, por ejemplo, siempre habla de que estamos muriendo y naciendo. Para los budistas la vida es una cadena de pequeñas muertes y renacimientos, por eso ponen tanto énfasis en el estar presente y en el aquí y en el ahora. Me parece que esa necesidad de inmortalizarse es un empeño más occidental.
Hay muchos científicos que están explorando las posibilidades de eternizar la vida, ¿qué cree que pasaría si un día todos pudiéramos ser inmortales?
Sería horrible, porque creo que todos los estadios de la vida tienen un encanto muy grande. La vejez y el acercarse a la muerte más aún. Tratar de prolongarlos me parece innecesario. Todo responde a esta no aceptación inevitable de la muerte física. Más bien deberíamos vivir cada ciclo de la vida con mucha conciencia, ternura y alegría.
¿Qué otras formas de inmortalidad se le ocurren?
La del alma. En algunas tradiciones hinduistas el alma es inmortal. El cuerpo físico es algo perecedero y transitorio y el alma es algo que nunca nace ni muere. Creo que en Occidente el peso sobre la inmortalidad está en el cuerpo físico.
En ese contexto, ¿entra el tema de la trascendencia?
Sí y también entra el de la conexión con nuestros antepasados y nuestros difuntos. Creo que eso se ve en muchas culturas precolombinas donde la presencia de los ancestros en la vida cotidiana era más importante. Se sabe, por ejemplo, a través de las crónicas de Guamán Poma de Ayala, que en la cultura Inca las momias eran parte importante del mundo de los vivos. Ahí había un contacto más cercano con la muerte, algo que les permitía no verla como una fatalidad.
¿Cuál es la visión de inmortalidad que tenían las culturas precolombinas?
Las culturas precolombinas tenían una conexión íntima con la muerte. Para ellos la muerte era una experiencia más a la que había que acompañar. Hay mitos muy lindos como el de la zarigüeya, este animal que tiene la particularidad de que cuando se siente amenazado, baja sus signos vitales para dar la impresión de que está muerto. Para las culturas precolombinas era sagrada porque se creía que tenía la capacidad de transitar entre el mundo de los vivos y de los muertos. Esa fluidez entre la vida y la muerte, de no ver la primera como algo bueno y la segunda como algo malo, es lo que les permitió tener otra visión de la inmortalidad.
¿Las piezas que están en este museo son parte de esa fluidez que se puede generar entre vida y muerte?
Creo que los museos en general son espacios donde se rinde tributo al mundo de nuestros ancestros y a la muerte misma. Son lugares donde se realizan ritos seculares frente a lo que se ve. Pienso en la exposición del fotógrafo peruano Martín Chambi, que inauguramos esta semana. Su trabajo es el ejemplo más claro, desde la región, de tratar de perennizar esa fluidez a través del tiempo. También pienso en Roland Barthes, que teorizaba sobre la muerte de su madre a través de una fotografía.
En relación con la fotografía, existía la idea popular de que las cámaras robaban el alma de las personas, de que de alguna forma les quitaba su inmortalidad.
Hay muchos indígenas a los que no les gusta ser fotografiados porque ven en este artefacto moderno una forma de invasión. En ese contexto es interesante pensar cómo establecer una relación distinta con la cámara y cómo alguien se puede sentir cómodo con ella. Creo que ahí Chambi también es un buen ejemplo.
¿Qué pesa más, el miedo a la muerte o el miedo a no trascender?
Me da la impresión de que pesa más el miedo a la muerte, porque no estamos preparados para abrazarla. En otras religiones se realizan meditaciones de tu propia muerte. Tú te imaginas que estás muerto o que es tu ultimo de vida. Si no tienes ese tipo de prácticas la muerte se puede volver algo horroroso. Creo que en occidente hay un vacío muy grande de espiritualidad.
¿Cree que como sociedad hay algo que deberíamos inmortalizar?
El cuidado de la vida y la conciencia de que en este mundo debemos prepararnos para tener una muerte digna. Una muerte que sea recibida con paz y tranquilidad. Ahí entra el tema de los valores con los que uno ha vivido. Como sociedad deberíamos mantener siempre viva la solidaridad, el respeto y el cuidado al otro.
¿Qué pasa con las personas que han sido inmortalizadas desde el poder?
Lo que sucede ahí es que olvidamos que todos tenemos matices. Cuando el poder conmemora a alguien solo se enfoca en las partes positivas. Las estatuas y las placas son parte de ese discurso oficial que olvida que hay millones de otras personas que han hecho un montón de cosas. Recuerdo la obra de una artista chicana que se llama Sandra de la Loza, que está dedicada a los antimonumentos, un ejercicio que se concentra en las personas olvidadas por la historia y a la que es importante reconocerlas.
En ese ejercicio de inmortalizar a alguien también está oculta esta idea de endiosarlo.
Claro, y eso es negativo porque se olvida que somos seres humanos con matices. Ese endiosamiento de las personas es malo. Inclusive si pensamos en los maestros espirituales, porque también son personas con taras, limitaciones y desafíos. Cuando miras los matices no idealizas, endiosas o tienes esta idea de inmortalizar. La idea de inmortalizar a alguien me parece conservadora.
¿Cree que el arte es una forma que los seres humanos encontraron para inmortalizar?
Prefiero pensar que el arte es una forma de trascender, de dejar una huella en el mundo. Una forma de procesar desde lo simbólico determinados momentos de la historia de la humanidad. En muchos artistas esta ese deseo de capturar un momento social, cultural o estético, como te decía dejar la huella de una época. Me parece que en los grandes artistas nunca ha existido ese deseo de inmortalizarse. Cuando alguien tiene esa idea creo que al final no le sale nada bien. La sociedad es la que ve una obra como un dato cultural con o sin trascendencia. En el caso de Chambi la amplitud y la sensibilidad de su mirada ha hecho que se convierta en un artista recordado a pesar del paso del tiempo.
Dicen que los hijos son una forma de inmortalizar la existencia, ¿usted qué piensa al respecto?
En ese contexto, la relación que existe entre la vida y la muerte es un misterio para mí porque no tengo hijos, pero intuyo que en ellos se puede plasmar esta idea de dejar aprendizajes que trasciendan el tiempo. Por otro lado, creo que poner el peso de la vida de uno en los hijos a través de ellos es algo muy cuestionable.