Una mujer golpea a los policías, otros siguen igual que ella desafiándolos. En un barrio “caliente”de Quito o Guayaquil, como se los llama, parece librarse una batalla campal. Cada noche el noticiero relata otro suceso de este tipo. ¿Quien pone orden? ¿No es el disciplinamiento propio que surge “naturalmente” de una necesidad de cuidar el cuerpo privado y por extensión lo público? Si una población se ha caotizado hasta tal punto de poner en riesgo su vida, ¿no es hora de leer estos síntomas con cuidado y delicadeza y preguntarse por qué?
¿Quién o qué nos garantiza nuestra seguridad? Seguridades y derechos educativos, alimentarios o medioambientales; si cada suceso no hace sino hincar los dientes en la misma llaga: nuestros estadistas y políticos que fungen de representantes del “pueblo” son los mismos que roban identidades, mascarillas, medicamentos; mienten, en cada declaración ante el juez; se ríen inmisericordemente y a carcajadas de la supuesta justicia y montan sainetes pidiendo perdón “porque no saben lo que hacen”. Y finalmente tienen la cara dura de volverse a presentar a elecciones como si nada hubiese pasado. Y siguen los desfalcos al Estado y se ahonda la iliquidez y nuestros derechos se merman sin piedad. Pero sobre todo se erosiona la democracia representativa en la que tanto creímos algunos ingenuos.
La brecha entre lo público o sociedad civil y lo político es cada vez más insalvable. Sus espacios de canalización han ido desapareciendo. Si hablamos de las urbes por poner un ejemplo, los que alguna vez fueron espacios públicos se han ido privatizando resultado de las propias decisiones políticas. Qué importa la opinión pública -del formato tabloide a en redes sociales- si muchas veces quienes la lideran y crean esperanzas de transformación positiva en la audiencia, son los primeros en usar y abusar del poder una vez en la arena política. Y la mayoría, creo, sentimos miedo y desesperanza, no solo por la pandemia cuyo ciclo terminará en algún momento, sino porque al despertar de este extraño sueño, nos encontremos con una realidad en la que unos pocos han acaparado aún más, en la que el gregarismo de los poderosos se ha consolidado, y una buena mayoría no tiene qué comer, ni empleo, ni fondos de jubilación, ni posibilidades de educarse, ni son sujetos de crédito ni confianza por parte de los mismos corruptos que manejan el capital. Qué ironía ¿no?
Entonces, si la población vulnerable ha quedado aún más vulnerable y lo va sintiendo en carne propia, pedir orden y recato, distanciamiento y confinamiento, se vuelve una afrenta. Y en estas trágicas circunstancias de debilidad colectiva quien ofrezca bonos, vivienda popular o fuentes de empleo -aunque todo sea mentira- ha ganado las elecciones. Políticos: ¡que viva el populismo!