No, no es un viaje a los años setentas, ochentas o noventas del siglo anterior. Pero se siente así, especialmente para quienes sobrepasamos los 50 años. En el Quito de aquellos años, quedarse sin luz o sin agua, no era novedad. Y ahora se repite, no solo por los apagones, sino porque hay departamentos o casas que funcionan con todo eléctrico (cocina, ducha, horno y, por supuesto, la bomba de agua) y barrios que quedan en zonas altas y la Empresa de Agua Potable no puede garantizar el suministro.
Quienes crecimos en esas décadas estábamos entrenados para ir con un balde a recoger agua de un barrio vecino –lo cual era una aventura, porque teníamos que tratar de no derramar una sola gota- o rellenar el tanque de la lavandería, apenas se escuchaba el grito “llegó el agua”. Cuando no había luz, algunos nos reuníamos en los parques y canchas, o con los amigos de la cuadra, de la manzana, del barrio contiguo, con quienes se podía matar la tarde entera jugando. Si por jugar no habíamos hechos los deberes, las velas eran la solución para hacerlos. Los más “nerd” aprovechaban para leer cualquier cosa que se les cruce por las manos. En las noches, en los grupos familiares más grandes se leía entre todos una historia. O se contaban cuentos de terror, que incluían voces y ruidos para que más de uno grite o llore. Los adolescentes optaban, especialmente si era viernes, por una guitarreada o a cantar a simple pulmón…
Somos, además, parte del grupo que, en 1993, vivió lo que significaba el cambio de hora: el presidente Durán Ballén adelantó el reloj y aunque en la hora real era las 5 de la mañana, en la hora Sixto era las 6. Eso nos obligaba a tomar los buses en medio de la madrugada, su oscuridad y su frío para ir a las escuelas, colegios o universidades. A nadie se le ocurría suspender clases porque no había luz.
Hoy, en 2024, la falta de energía provoca una serie de inconvenientes que no necesariamente son bien gestionados. A los niños y adolescentes se los manda a sus casas. Las preguntas son para qué y por qué, cuando estas son oportunidades para que los chicos aprendan a gestionar este tipo de dificultades, hagan otro tipo de actividades, se desconecten y puedan mirarse a la cara, relacionarse entre sí y con los adultos que están con ellos. La verdad, no creo que un pequeño necesite todo el tiempo estar conectado al internet o viendo una pizarra digital (que por supuesto no son mayoritarias en las escuelas y colegios).
Que algunos se quejan de que están aburridos, claro que sí, es verdad y es normal. No se les ha enseñado a tener otras actividades que no sean las relacionadas con la tecnología. Muero de alegría cuando oigo a los niños gritar mientras juegan, los pelotazos contra las paredes, las bicicletas atravesadas en la mitad de la calzada, especialmente en las zonas que son más seguras.
Ya encerrados en casa hay que preguntarse si les hemos cultivado el amor a un libro, a la conversación, a escucharse, a contar esas historias de las familias, su propia historia, que sumará más conocimientos a su propia vida.
Estos apagones, con lo problemático que resultan, pueden ser una oportunidad, que no se debe dejar pasar.