Los defensores del sustancialismo formalista, que confunden regulación y realidad, siguen presentando a la Constitución del 2008 como un modelo a seguir de lo que se conoce como “democratización radical” de la sociedad; una democracia en la que los ciudadanos participan ampliamente en la toma de decisiones relevantes, especialmente en la formación, diseño y seguimiento de las políticas públicas; y en la que se establece un conjunto de dispositivos jurídicos para asegurar todos los derechos, en particular los económicos, sociales y culturales.
Desde los borradores del texto constitucional, varias voces advirtieron que se estaba gestando una involución en la participación. Esto porque se excluía a la sociedad civil de todas las instancias de definición de políticas públicas, que en algún caso incluso se había consagrado en la Constitución de 1998.
Los defensores del nuevo texto constitucional, y muchos activistas, sostenían que esa participación social estaba asegurada por los “consejos nacionales para la igualdad”, que en Montecristi se definieron como los “órganos responsables de asegurar la plena vigencia y el ejercicio de los derechos consagrados en la Constitución y en los instrumentos internacionales de derechos humanos”, con atribuciones para la “formulación, transversalización, observancia, seguimiento y evaluación de las políticas públicas relacionadas con las temáticas de género, étnicas, generacionales, interculturales, y de discapacidades y movilidad humana…”.
Palabras mayores, eso de ser los encargados de “asegurar la plena vigencia y ejercicio de los derechos” (una tarea que le corresponde a todo el Estado). Sonaba muy importante; sin embargo, en la práctica poco o nada se podría hacer más allá de formular recomendaciones y tratar de incidir en las decisiones, ya que se estableció como competencia exclusiva del Estado (por medio del Ejecutivo) la definición de las políticas públicas.
Se dirá que, como contrapartida, muchas reglas establecen el derecho a la participación social en esos procesos. Sin embargo, no existe obligación alguna para acoger las propuestas que provengan de fuera del Estado; los muchos eventos de “socialización” son una suerte de placebo que crean la ilusión de la participación.
El círculo se está cerrando, hace pocas semanas la Asamblea Nacional aprobó la “Ley de Creación de los Consejos Nacionales para la Igualdad”; en caso de que el texto sea sancionado por el Presidente de la República, desaparecerá el Consejo Nacional de la Niñez y Adolescencia, una instancia –que pese a sus debilidades- representaba la idea básica de que una política para ser pública –y no solo estatal- debía formularse por instancias conformadas paritariamente por el Estado y la sociedad civil.
Lamentablemente, la participación aparente (ser informado es solo un primer paso en el proceso) y la burocratización de la participación parecen ser signos de este nuevo tiempo.